Por Farasch López Reyloz para Cristallo
7 de noviembre de 2008
Anoche, mientras escuchaba el sobrecogedor mensaje de aceptación de la derrota del candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, recordé aquella frase de la jerga de la juventud de una época que ahora parece lejana y decía para mis adentros "este discurso está McCain". Todas las personas inteligentes reconocíamos con llaneza la superioridad discursiva de Obama sobre su contendor republicano, esto si ignoramos los desgarradores vídeos, que sobrepasan los cinco, en youtube en donde vemos a Obama en las ocasiones en que perdió la línea o se apagó su teleprompter y dijo puras estupideces o balbuceos que apuntaban a la revelación, al descubrimiento de un farsante. Aquí debo confesar dos cosas que mis amigos más cercanos saben, pero siempre cae bien y parece interesante eso de confesar, que soy una pesimista feroz con la capacidad de ser conmovida por la belleza y la solidaridad y que odio visceralmente a los farsantes. Esto también a la larga incluye que detesto a los sospechosos de o candidatos a farsantes. De modo que mi fibra pesimista se camufla y desea en lo más íntimo que este individuo no resulte ser un farsante por el bien de la humanidad que ha celebrado su triunfo poseída por una efervescencia y trance sin precedentes que han llegado a Australia y a Kenya.
Reconozco que la voz de Obama le regaló a Estados Unidos algunos de los mejores discursos de su historia y digo la voz de porque en varias ocasiones en mi vida he sido la ventrilocuo que ha escrito los discursos que otros con foros más populosos que el mío (que se reduce a ustedes, mis buenos amigos) han dado y por los cuales han recibido congratulaciones. Así que no me llamo a engaño y sé que estos discursos los escriben otros, el candidato aprueba, edita, retrabaja los discursos, eso en el mejor de los casos, pero no suele ser quien los escribe, así que aquello por lo que se ha reconocido más a Obama es un talento prestado y que confiamos que sus anónimos escribas permanezcan a su lado para asegurarse que luzca a la altura de las expectativas durante todo su término.
Sin embargo, aparte de todo esto, en esta ocasión el discurso que me ha deslumbrado y conmovido mi Ser intelectual, que es tal vez el único Ser que tengo, fue el de John McCain. En un discurso que duró apenas unos 9 minutos quedó recogida el alma de lo que debe ser una gran nación compuesta por ciudadanos míticos, gigantescos, monumentales, que para nada tendrían como hijos a sujetos como Sarah Palin. Si desde el principio Sarah lució menguada al lado de la figura de McCain, esa noche fue un individuo insignificante a quien se le negó la voz como se le niega a un niño chillar en la misa.
Aun así debo reconocer que soy impermeable a algunas de las palabras que articuló McCain, en específico a casi todas las que apuntaban a que estábamos ante la nación más grande y maravillosa del mundo. Después de un puertorro no hay orgullo nacional más infundado e inmodesto que el de un estadounidense, quienes también viven atrapados en la equivocación de creerse el ombligo del mundo. De modo que a mí me resulta un dardo romo, soy impenetrable ante el desgastado discurso de la nación más poderosa, de la ciudad en la colina, de los puritanos ejemplares, de los militantes del bien, del país de las esperanzas, de las oportunidades. Al carajo con eso, para mí, y creo que para todos, ése es el país que ha matado presidentes, que hace la guerra por petróleo, consumo o cualquier vaina irracional, que escogió a Bush, no una, sino dos veces, que engendró el Ku Klux Klan, la nación de WACO, de McVeigh, de los skinheads, de la bomba atómica, de la fabricación de más de una guerra, del tribunal que le creó la trampantoja al mundo de juzgar a Saddam Hussein y lo ahorcó vía tv delante de la humanidad entera, la nación que gestó el muro de Berlín, que impulsó la guerra fría, que ha sostenido por décadas el embargo a Cuba, que compró la idea del bando del bien y del mal, que gritaba sobre los escombros de las torres "we must strike back" … y todo esto no lo hace la peor nación, no los vuelve monstruos, sólo los hace reales, con igual potencial para el bien que para el mal.
Aunque no comparto con McCain la noción de la América que ellos describen, soy suceptible de conmoverme, pero no soy una ilusa. Me conmueve la belleza pero reconozco la mentira, y muchas de las peores mentiras son espectacularmente hermosas. Una nación tan grande y excelsa como la que describió Obama en todos sus discursos y la que invocó McCain en el mejor discurso que haya articulado durante toda su campaña, el de la derrota, no demora 143 años tras la abolición de la esclavitud para reconocerles tardíamente a sus ciudadanos la igualdad entre los seres de la misma especie, y por consiguiente otorgarles la misma oportunidad de triunfo y éxito en la vida. Aquella igualdad que sólo era reconocida discursivamente no se materializó parcialmente hasta el 2008, y esto no me provoca orgullo sino un profundo bochorno como ciudadana del mundo.
Cuando veo casi siglo y medio después, no puedo más que preguntarme si realmente hay algo de lo cual estar orgullosos, articularlo o pensarlo nada más trae a mi mente vergüenza. Siglo y medio para entender lo que ya el propio tribunal reconocía, lo que la ciencia nos demostró hace tanto, lo que la intuición y el Ser nos revelan a diario, lo que es una verdad contundente que ya no debe formar si quiera parte del debate, lo que la Revolución Francesa planteó, que todos los hombres nacen libres e iguales. Cuánto costó y demoramos en descubrir el AND mitocondrial para corroborar lo que los ojos y el espíritu tienen como una verdad manifiesta. No bastó que National Geographic tenga una revista y más de un canal y Discovery tenga tiendas y como 12 canales, todo esto desde hace décadas, por lo que hace ese mismo tiempo que se ha democratizado el acceso a la ciencia, a la historia, a la mirada global. Nombrar siglo y medio de desvergüenza, de oprobio e injusticia debería abochornarnos por otro siglo y medio más. Hoy las lágrimas de Jesse Jackson valen más que las de un blanco?, ¿hoy valen más que las de los esclavos?, ¿hoy esas lágrimas sobre un rostro negro son más reveladoras que ayer?, ¿hoy nos conmueven sin avergonzarnos? Francamente no lo entiendo.
No se equivoquen, mi espíritu está conmocionado, sobrecogido profundamente, sólo que no estoy orgullosa de esta imperdonable demora histórica, no estoy orgullosa de que la gente hoy esté celebrando que un negro ganó y no que un hombre movilizó al mundo, las masas más apáticas y que inundó de trance esperanzador a la nación que mayor desasociego debe estar padeciendo en el mundo por tratarse de un imperio puesto de rodillas.
Anoche McCain dio un discurso para que se arrepintieran de no elegirle; por primera vez les pareció a todos los obamistas que presentaba un racionamiento preclaro. Aunque cabría la posibilidad de preguntarse si se oyó magistral porque declaraba la victoria del favorito o si el discurso era grandioso en sí mismo; es decir, cabe cuestionar si lo conmovedor del discurso estaba sólo en la emoción del receptor o si objetivamente el elemento que lo hacía grande estaba contenido en el propio discurso.
Mis amigos blandos, los optimistas, en su pajería ilusoria me pedirán que vea el lado bueno, que mire a la realidad de que finalmente se dio algo que todos han coincidido en llamar cambio (cosa que me apena porque no me parece una palabra bella sonoramente hablando ni en inglés ni español), y supongo que al mismo tiempo me querrán decir tácitamente que me pase por el culo el resto de la verdad oscura que reconozco y que ellos hoy no quieren escuchar. Pero yo, su amiga incordia, el lado oscuro de sus conciencias, hoy celebro con ustedes, me visto de nuevo, estreno alma, me perfumo con una esperanza recién descubierta en ustedes y escasa o estéril en mí, e incapaz de variar escojo estar arrobada por el discurso de la derrota y menos persuadida por el del triunfo, me declaro más adepta de las palabras gallardas del perdedor que estuvo McCain, porque soy más dada a apreciar con particular interés las rarezas y porque admiro el coraje en los tiempos en que escasea y, claro está, porque prefiero mantenerme incómodamente suspicaz ante la posibilidad de que el ganador resulte un farsante en los tiempos en los que abundan tales especies. Así que, celebro como siempre, como ustedes saben que suelo hacerlo, celebro con recato y discreción porque en el baile febril en medio del carnaval alguien sobrio tiene que velar la puerta.