martes, diciembre 12

Epitafio para Pinochet

Por: Farasch López Reyloz para c r i s t a l l o


Me enteré hoy, como quien se entera de la muerte común de cualquier vecino medianamente conocido, sin pompas ni medios de prensa, que había muerto Pinochet. Me llega la noticia con retraso, con el retraso de las muertes de los que de nada sirven y de quienes a nadie le importan. Una amiga, en una sobremesa de un lugar vulgar de comida semirápida con aguajes de saludable, me dice casualmente que el dictador había muerto, y ni siquiera me lo dijo por darme la noticia, sino más bien porque era necesario para hablarme sobre el escrito de un amigo querido. De modo, que el muy tirano ni siquiera era el tema de conversación, y pensé: ¿Así debe de ser la muerte de los canallas? ¿Un anonimato infinito, una plática cualquiera de sobremesa como quien habla de muebles o de artículos de moda?

Sin duda los medios le dieron la cobertura "merecida", sólo que yo, que trataba de estar al tanto de la suerte del menguado, decrépito y anciano personaje, por esta semana no supe de nadie, ni siquiera de este hijo de puta que me quitó el sueño tantas veces desde que supe que existía. Durante los años que duró esta mofa internacional de juzgar a un patán con trato de primera clase, imaginé cantidad infinita de ideas que trataba fueran tan retorcidas como su mente de verdugo pero que siempre eran nimias al lado de lo que padecieron los chilenos que todavía deambulan buscando a sus desaparecidos. Nunca me pareció que este esbirro tuviera derecho a ningún juicio, y la frase pendeja de que la historia lo juzgará me parecía una canallada. Durante años en mis conversaciones con los amigos les comentaba que yo sólo quería que lo soltaran unos minutos, por breves que fueran, en un lugar encerrado con las madres de los desaparecidos. No hacían falta padres ni hermanos, ni hijos ni esposas, sólo las madres, "que cuando pierden a sus hijos no tienen nombre", no son huérfanas ni viudas, porque el lenguaje teme para describir tal mutilación y dolor. Fantaseaba perversamente con lo que estas mujeres, algunas más ancianas que el propio monstruo, pudieran decirle o hacerle. Cuando se debatía su arresto domiciliario, deseaba que el domicilio asignado fuera el de una madre de los desaparecidos, que tuviera que vivir, ya en las postrimerías de su existencia, con el llanto diario de una mujer, con las fotos polvorientas y vueltas reliquias de alguien que no regresó a su casa y que semanalmente le cambiaran el domicilio para que nunca se acostumbrara al dolor, porque la costumbre se parece mucho al bienestar.

Y al muy hijo de puta le da por morirse, experiencia que lo iguala con todos los seres humanos, al muy hijo de puta le da por recordarle al mundo que a pesar de todo era humano, y en algún sentido remoto igual a nosotros, a todos. Y entonces me pregunto de qué tamaño tendría que ser la fosa de alguien que lleva tantos muertos a cuestas, qué féretro aguanta, no el peso del cuerpo menguado y decrépito del anciano maldito, sino el de su conciencia, el de su humanidad más sincera y doliente. Quién se atreve a cargar un féretro que está lleno de cadáveres contenidos en uno endemoniadamente pequeño y esclerótico. Y se me ocurre pensar que no hay epitafios para los desaparecidos y que tal vez deban servirse de la lápida que le corresponda al tirano y, si la santa tierra no lo escupe, grabar en ella los nombres de todos los desparecidos y de los encontrados sin vida y de los encontrados con la vida maltrecha y muerta de todos modos. Se me hace que podría hacerse un monumento parecido al de Washington en honor a los perdidos en acción en la guerra de Viet Nam, sí, así, dolorosamente largo con aspecto de infinito. Se me ocurre que habrá que tapiar bien la zona, no vaya a ser que el polvo no reconozca la materia de la que estaba hecho este hombre y nos lo devuelva ahora visiblemente podrido.

Pienso cómo sería el velorio de alguien así; un híbrido bastardo entre la diplomacia mierdera que le perdonó la vida por haber sido presidente y el estiércol rastrero del que está hecha la materia. Hay la costumbre de exponer largamente los cadáveres de los "próceres", de los dignatarios, para que el pueblo por el que trabajaron les vea y se despida de ellos. Pinochet merece un velorio de esos prolongados, para que le dé tiempo a cada chileno de llegar a verle muerto. Qué lo embalsamen con rigores, qué desempolven las técnicas egipcias para que les alcance el tiempo hasta a los ciudadanos de a pie. Y no crean que estoy pensando en el carnaval de golpes a su cuerpo inherte, no. Propongo un rótulo que diga: "Prohibido tocar el cádaver", como prohiben tocar los cuadros, las esculturas y demás objetos de museo, porque ese cuerpo es un objeto de museo. Cuánto podría tardar "América" y su cretino presidente en fabricar y auspiciar otro contrahecho como éste; qué se le trate como reliquia intocable como las del Museo del Holocausto. Pero que cada chileno sea libre de gritarle a la cara tieza los improperios o bendiciones que le venga en gana, para que al menos en su muerte sea testigo de que para matar la dignidad no hay que haber tocado (personalmente) a nadie, que se puede destruir la integridad de lo humano con sólo escupir, callar o gritar.

Realmente confío que sea pura mierda lo del sueño eterno y que este patán tenga los ojos abiertos al menos hasta que "descanse en paz" el último de los chilenos que haya llegado a verlo.

*Imagen tomada de www.quepasa.com

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